Quien ha tenido la dicha de vivir en un pueblo, se encuentra
muy a gusto cuando luego de un largo tiempo en la ciudad llega a esas calles
que aún mantienen ese aire que se puede respirar en el alma de un pueblo. Al
dar los primeros pasos por las calles de Gualeguaychú, fue esa sensación la que
me encontró y la que perdurará en mi recuerdo.
Muchas personas conocen este lugar por los colores y la
música que el carnaval le imprime; pero yo encontré en ella mucho más para
ofrecer. Como muestra de esto podemos destacar el museo de “La azotea de la
Palma”, muy conocido por los lugareños debido a que en dicha azotea ronda el
fantasma de una desdichada amante que no pudo contraer matrimonio con el peón
de su padre. Algunas veces el maniquí que cuenta la historia a los visitantes
le da letra a esta leyenda, asustando a los curiosos que osan de acercarse al
balcón.
Esa sensación de pueblo y de buena gente quedó asegurada luego de conocer y compartir un gran día con Enzo y Romina, dos personas enamoradas de su ciudad que buscan constantemente mostrar lo mejor de ella, a la vez que transforman desde su cotidianeidad la realidad de este lugar.
Suele pasar a menudo que exista un lugar de tu propia ciudad
que nunca te has tomado el tiempo de visitar. Mis anfitriones me llevaron, casi
sin saberlo o tal vez con una inconsciente intención, hasta la costa frontal de una de mis mayores
pasiones, para ellos su gran incógnita local. Vista desde el otro lado del río,
como una postal intacta de muchas historias, estaba el escenario perfecto para
matar la abstinencia de entrar en lugares abandonados. Así fue que contagiados
por mis ganas y las suyas nos decidimos visitar al que fuera el “Frigorífico
Gualeguaychú”.
Emplazado a las orillas del río del mismo nombre, sobre el cual se vertían los desechos del matadero y por el que se transportaban sus mercancías, el frigorífico fue fundado a principios del Siglo XX por capitales argentinos para hacer frente a los de capital internacional. Tuvo su momento de gloria en la década del ´60 cuando llegó a faenar 1.200 cabezas de ganado por día (hoy el frigorífico más importante no llega a las 500 cabezas) convirtiéndose en la empresa madre de la ciudad. Poco a poco se fue apagando su luz y el ocaso llegó en 1991. Rubén, quien fuera empleado del mismo, ahora encargado de vigilancia, nos cuenta que la historia de su cierre es la misma de siempre con los empresarios: “el lugar no daba pérdidas, sino que no generaba las ganancias esperadas”. Poniendo como siempre a los intereses económicos sobre los sociales, dejando aún hoy a muchos Rubén haciendo el duelo de ver a este inmenso monstruo, motor de la ciudad y de sus vidas, caer en ruinas.
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